jueves, agosto 10, 2006

Aguayo walker

Con la chaqueta cerrada, recién rehecha en la tintorería del Apumanque,
y los guantes de Zara en el bolsillo
y los botones de la camisa, uniformes en su yuxtaposición
vertical, milimétrica, cuadrática,
desde el primero al último,
camina él
con la mirada lazarilla enrielada a la palma del pasillo,
con sus ojos celestes importados desde Zagreb, Croacia
y estampados de cehachei en el registro civil cuando apenas si sabía hablar,
y la boca amordazada con el filme de celofán arrugado
que le regala la danza del rosado chillón
entre los dientes acuarelados con Aquafresh portátil,
y el cuello abrazado a la bufanda de aire frío que le da leves puntadas
y le mueven la papada deprimente en giros robóticos y duros,
camina,
con sus Lucky Strikes encajados en alguna gaveta del maletín marrón,
que tiene tantos compartimentos, uno especial y enrejado para la naftalina,
no vaya a ser que los complotistas
planeen atacar el cuerpo C del Mercurio de hoy con virus apolillados
o sobre la foto de Cristián Labbé, con arañas y malos tratos,
y otros para las carpetas de números y cifras vencidas desde 1813,
los cuadernos matemáticos, porque él es matemático,
los recortes de bellas mujeres, porque a él le gustan las mujeres,
y se le turba la mente con la lencería roja,
y dice que se le erecta completa la herramienta en dos segundos y medio
cuando toca el papel couché del recorte,
la impresión cuatricromática de Victoria’s Secret en la cuarta página de la edición alemana de Cosmopolitan,
pero no vayan a preguntarle cómo consiguió la revista
porque puede que el cobre se devalúe,
sin embargo camina, y si a su lado Von Bismarck pasara, no le vería,
porque está concentrado,
silencio,
que está pensando, él, que sin usar, cuando sale de su casa en el día,
la esvástica que compró en el Bío Bío esa tarde de sábado
en que se guardó el Mercedes en el calzoncillo,
y se puso la Lacoste azul marino que le planchó Matilda con dedicación,
maldice al payaso Chávez,
al indio Morales,
y cuándo volverá la hegemonía germana, mëin Got,
para que se anexe la tradición de esta Patria,
para que en Berlín y Frankfurt puedan disfrutar del Pulmay de su Chile,
piensa y mueve la cabeza
por el frío, como negación impertérrita de que va solo caminando,
de que quizás no le queda mucho tiempo más
y no debería pasársela en esos lugares,
debería ir cada noche al burdel de María Antonieta,
o mejor, debería llevarse a vivir a su casa a María Antonieta,
despedir a Matilda, o esconderla en el patio para que no pida indemnización,
como escondió a tantos en Temuco en los grandes patios de su verde Patria
(pero de eso ya no se acuerda, su amigo el capellán lo absolvió),
así no escatimaría en Red Labels de Johnnies caminantes,
qué diablos, con voluntad, los compraría al por mayor,
pero es la voluntad lo que le falta,
la sencilla voluntad de levantar la cabeza,
de dejarse de rodeos y de Pulmays y de germanismos,
y tatuarse en la espalda una cruz color amaranto,
le falta recorrer otros pasillos con su mirada gélida,
concentrarse en los carpediemes quinceañeros,
y asumirse,
sobre todo asumirse, hacer propio el espasmo de los nardos clavados en los glúteos alicaídos y mal afeitados
que derramó con su regla de metal sobre todos nosotros,
y derrapar su cuerpo sobre el pasillo,
patinar su desnudez patética frente al ataúd sin epitafios,
abandonar la obstinada, blindada cinta kilométrica que lo cubrió toda la vida desde que su padre,
oh su gran páter,
el día antes de irse,
lo golpeó en la cabeza hasta la inconsciencia,
le aceitó el recto con grasa de cerdo
y lo despertó con la furia del volumen de su tubo
superlativamente masculino
adentro del intestino del indefenso,
culeándolo hasta que sangró su mierda ajada por los poros de la cara.

No obstante,
con su increíble habilidad de mirar el piso,
él
sigue caminando.